Los Seris de Sonora

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Los seris de sonora
Los seris de sonora

FUENTE: MÉXICO DESCONOCIDO/JIMENA SÁNCHES-GÁMEZ

Sonora, México.-Los conocí hace poco, a los seris. Tienen la piel de cobre, el cuerpo estirado. Son hijos de gigantes, dicen. Los acompañan el mar y la Isla del Tiburón -en Sonora-, también sus propias leyendas. Varias son las narraciones fantásticas con que los hombres de la arena se explican el mundo. Tres de ellas conmigo se quedaron. La protagonista de la primera es la tortuga marina, la segunda habla sobre el origen de las estrellas, en la tercera los seris eran gigantes.

LA TIERRA

No había, en el principio no había tierra, solo océano y cielo. Debajo de las ondas se movían toda clase de animales que, consternados por la falta de suelo, decidieron crear con arena del fondo marino un sitio donde los hombres pudieran caminar. Ballenas y tiburones obtuvieron solo fracasos, hasta que tocó el turno a la caguama. Después de sumergirse durante un lapso sin medida, la morosa tortuga regresó a la superficie con unos cuantos y huidizos granos entre las uñas. La exigua carga que trajo consigo bastó para darle forma al propósito comunitario. Así comienza para el pueblo comcáac su tiempo en el mundo.

Antes de los españoles, de su llegada a Sonora, el territorio de esta etnia seminómada era vasto. Los antiguos comcáac se movían de norte a sur entre el Desierto de Altar y el río Yaqui; tenían a Horcasitas como límite en el este; y al oeste, además del litoral frente al Mar de Cortés, ocupaban unas cuantas islas, entre ellas la dilatada Isla del Tiburón. A aquella isla, la más grande del Golfo de California, llegué a acampar una tarde de principios de junio. Ya nadie la habita, pero aún pertenece a los seris —con ese nombre denominan los yaquis a los comcáac, significa “hombres de la arena”—. Hoy la costa es su único hogar, la inmensidad se les ha vuelto pequeña.

Divididos en dos comunidades, unos viven en Punta Chueca, a 28 kilómetros de Bahía de Kino; otros 63 kilómetros después, en El Desemboque. Entre todos suman alrededor de 2,552  habitantes. Son pocos. Esos pocos viven aún como lo hacían sus ancestros: de la pesca y las artesanías. Los hombres se dedican al mar, a buscar sustento entre las olas —el callo de hacha que con ellos probé no se me olvida—. Las mujeres, en cambio, tejen canastas imposibles con una planta que en la región abunda, el torote prieto; o confeccionan collares con cosas que la naturaleza les obsequia y ellas renuevan: pequeñas conchas y caracoles, corales negros, semillas y flores, vértebras de cascabel o de tiburón.

Era la primera vez que me encontraba con los comcáac cuando me aparecí en Punta Chueca. El sol no tardaba en irse. Ya había pasado al Museo de los Seris en Bahía de Kino y conversado ahí con Alejandrina Espinoza sobre sus fiestas, sus costumbres centenarias, sus mitos —ella fue quien me contó la forma en que la etnia se explica el principio de la tierra—. Pero los viajes comienzan con las personas, en sus rostros. No antes, no en las cédulas ni en los libros. El mío empezó cuando conocí a Duncan Lagarda y Patricia Barnett, mis anfitriones, una pareja que iba a cruzar conmigo a la Isla del Tiburón para que yo pudiera explorarla. Él es de Hermosillo, ella es seri. Sus pieles bastan para saber de dónde provienen. Nos embarcamos, junto con Miguel, otro joven de tez dorada dispuesto a ayudarnos, en una lancha de motor.

De haber visitado la comunidad siglos atrás, nuestro medio de transporte hubiera sido otro: una delgada balsa de carrizo y cuerdas de mezquite donde apenas cabían dos almas. Mojados, con remos y cansancio a cuestas, habríamos atracado de noche en la isla. La época de mi visita me regaló tiempo. Logramos armar nuestro campamento con el cielo aún rojo encima nuestro. No hubo necesidad de entonar cantos en el trayecto, esos que antes se usaban para apaciguar tormentas o aquietar mareas. Oscureció, estábamos listos.

EL CIELO

Los cucapá poseen un mito parecido al de los comcáac para esclarecer la creación de la superficie terrestre: cuando no había más que agua en el mundo, fueron las hormigas las encargadas de cavar hoyos para que se escurriera lo anegado —aquí hay que figurarse el tamaño de semejantes agujeros—; surgieron así los continentes. Tan importantes son las diligentes criaturas para unos, como la tortuga marina para los otros. La especie que los seris veneran es la caguama siete filos, negra e inmensa. Cada que surge el sagrado animal en la playa, cosa rara, se le hace una sentida fiesta.

Hablábamos de la tortuga sentados frente a una hoguera. No había nadie en la isla, nadie en los 1,208 kilómetros cuadrados que nos rodeaban, más que nosotros y el fuego. A un lado las casas de campaña, más allá el mar y un Punta Chueca apagado. Era una soledad abierta, serena, que combatíamos con historias, la guitarra de Duncan y estrellas. Nunca había visto una noche como esa. Toda la bóveda celeste titilaba. Tiempo después, otra comcáac, Zara Monrroy, iba a contarme la segunda leyenda que recuerdo. Esta vez sobre el origen de algunas estrellas. Me llevo de regreso sus palabras a ese momento en la Isla del Tiburón, porque casi puedo escucharlas ahí, entre las refulgencias de la fogata y el cielo.

Había una vez tres mujeres de cara arrugada, me dijo Zara, que se encontraron con una joven embarazada. Le buscaron una casita de ocotillo para resguardarla y trajeron más personas para que de ella cuidaran.

Pero el dolor de la futura madre obligó a la triada a salir en busca de salvia —la planta que protege y alivia desde siempre a los seris—. Ya lejos, voltearon a ver el pueblo que habían formado, que atrás dejaron: estaba en llamas. Tristes las tres abuelas subieron a lo alto de un cerro. El viento sopló indócil y al arrastrarlas las convirtió en estrellas. Fácil es reconocerlas, brillan en la constelación de Orión; su destino era transformarse en guías de pescadores y de espíritus. Cada año nuevo —para los comcáac es el 1 de julio— se les recuerda, pues su mutación forma parte de la renovación de la vida, idea que fascina a los hombres de la arena.

Dormí entonces, sin advertirlo, bajo el amparo de estas y otras miríadas de estrellas. Desperté a la vastedad de la isla. Duncan pescó el almuerzo para todos. Un pargo y unas cuantas curvinas. Estábamos en la orilla. Caminamos durante horas hacia adentro, con el sol sobre los ojos, en busca de una hondonada que Patricia quería mostrarnos y a la que renuncié antes de encontrarla. Atrás quedó la muralla que forman las raíces de los mangles sobre la costa. Tanto nos internamos, que llegué a pensar en el océano como cosa lejana. No había sombras, solo arbustos de ramas que sueñan con ríos y no sirven para espantar el calor. Sirven para otras cosas. Los seris lo saben. Aprendieron hace mucho a leer el lenguaje de las plantas en la isla, su isla.

El cosahui se toma en té para limpiar los riñones, la anemia se combate con las hojas de la rama parda, mientras que la semilla de jojoba es buena para el cabello. La salvia, adorada como ya sabemos, cura la tos y las palpitaciones, pero también se aprisiona en saquitos de tela que colgados al cuello atraen buena suerte. Con palo fierro solían esculpirse figuras de animales, pero la tradición —comenzada por José Astorga en los años 60 del siglo XX— se perdió. Las que no se han ido, aunque ahora sean adornos y ya no sirvan para acumular agua y alimentos, son las canastas o coritas que las mujeres tejen con la fibra del torote prieto. Cuando alguien termina una de tamaño desmesurado, suceso limitado, pues a la artesana le lleva años, se celebra otra fiesta tradicional.

Los comcáac no siembran, recolectan y cazan. Cazan venados bura. Con los huesos de sus patas improvisan agujas que las tejedoras de canastas aprovechan. No tropezamos con ninguno y no íbamos ni hubiera querido ir de cacería; en cambio nos observaron liebres y batió alas sobre nosotros una lechuza blanca, apresurada. En las montañas que no subimos —porque la Isla del Tiburón dista de ser plana— me contaron que moran borregos cimarrones. Tenía puesta la mirada no en la distancia sino en el suelo, donde de cuando en cuando aparecían rastros de pisadas, indicios fugaces de animales que se cruzaron en el mismo camino. Había huellas de coyotes, de serpientes ya idas, de tangaras y calandrias que quizá bajaron buscando frutos caídos.

Se me juntó en la frente la incandescencia de toda la isla. Pedí volver. Primero al mar, el único lugar donde el cuerpo podía encontrar sosiego, luego a Punta Chueca. La ínsula devino otra vez un paisaje hermoso e inhóspito, allá, a lo lejos. De este lado, el del continente, subsisten los seris bajo un orden muy diferente al de la naturaleza. Sus casas, destartaladas. Sus patios de arena, adornados por montículos de basura de todos tamaños. No hay pavimento en las calles, pero es lo de menos. Se extraña el agua potable, el drenaje. Cuesta entender ese desparpajo cotidiano. Viven en armonía con su entorno más en el pensamiento que en lo inmediato. Su riqueza no es material. Es su cultura la que los mantiene. Nunca fueron evangelizados, por eso sus ideas sobre lo terreno y lo divino, sus ritos ancestrales y ajenos a los del cristianismo, asombran. Son una nación aparte.

LOS HOMBRES

Eran gigantes. Cuentan que los seris eran gigantes. La tierra ya había sido formada, habitaban el desierto. Entonces su dios los instó a cabalgar y cazar: no pudieron hacer ni una cosa ni la otra. Lograron, eso sí, pescar. Esa recién descubierta habilidad permitió a los colosos establecerse en la costa, dominar el mar. Solo que el lugar donde residían carecía de cerros y con frecuencia se inundaba. Para protegerlos del agua, su dios creó las montañas. A ellas se precipitaron el día que hubo una gran crecida. Corrieron en vano los enjutos titanes, el diluvio los alcanzó y quedaron transfigurados en cirios.

Este es el tercer mito que ronda mi memoria. Era parte de las oraciones que, con entorpecida elocuencia, soltaban un par de ancianos mientras bebíamos licor de pitahaya en la playa. Cualquiera que visite las comunidades de los comcáac le encuentra sentido a lo narrado, porque de cirios que miran hacia las olas está poblado el horizonte. Regresé a Punta Chueca un mes después, el 1 de julio, para asistir a la celebración de año nuevo. En esa fecha, las circunstancias cambian. La pobreza y el desorden parecen suspendidos, lo que importa lo llevan de un lado a otro los seris mismos.

Cantan a ratos todo el día, cantan canciones en su lengua, pero la antigua. Saben que en lo entonado se esconde parte de su cosmogonía. También juegan, se divierten con juegos que solo ellos conocen. Las mujeres se sientan en una rueda formada por piedras o biznagas recortadas y mueven, según sus reglas, varitas de colores que van y vienen por la circunferencia.

Los hombres a su vez se agolpan alrededor de una caja de arena y se entretienen adivinando, como si de una partida de póker se tratara, quien sostiene el carrizo que lleva un popote dentro. Los miraba, a unas y otros, debajo de las chozas que construyen en ocasiones como esta. Así vivían antes y ahora lo recuerdan. De las chozas cuelgan listones. La brisa mueve tres colores. Rojo, blanco, azul. Ondean la sangre, la buena suerte, el mar.

Con esos mismos tonos se pintan la cara los seris. Se trata de líneas y puntos que recorren narices y pómulos. Cada rostro esbozado quiere decir algo. Son emociones, estados, mensajes. Todo cabe en sus diseños, especialmente la conexión que hacia la naturaleza sienten. Con la faz coloreada solían esperar el lucero de la mañana o recolectar frutos del desierto; con ella se alivian de enfermedades, consiguen pareja, se preparan para sus fiestas. Como estábamos en una de ellas, a mí también me dibujaron el semblante. Caminé entonces con flores blancas y puntitos rojos apuntando a todas partes. Desde mi nuevo rostro, contemplé el año nuevo comcáac. Vi flotar el largo cabello de las mujeres, engalanadas con blusas de popelina y faldas anchas. Les compré collares de salvia. Observé cómo preparan en ollas de aceite hirviendo su pan seri. Seguí las nubes de humeantes cocidos de vainas de mezquite. Comí arroz y pescado asado, me perdí el guiso principal. Los niños saltaban, sin cansarse de la repetición, de un bote encallado en la arena. Reanudaron sus brincos de noche, al lado de las abuelas, con las guitarras de Hamac Caziim, el grupo de rock local. Y conocí al hombre medicina de Punta Chueca, Chapito. Dicen que tiene un traje de piel de pelícano, como el de sus antepasados. No tuve sus plumas frente a mí, solo su misterio, su mirada y sus palabras: “la próxima vez que nos encontremos será volando”.

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